Reproduzco aquí la nota que apareció ayer en México en la versión impresa de Tomo: arte, arquitectura y diseño.Erigir la nave central del Todaiji en Nara requirió casi diez años, la colaboración de 2,600,000 personas y 439 kilos de oro para recubrir la estatua del Gran Buda. Pero el costo y la proeza tecnológica son menos asombrosos que las consecuencias remotas de la noticia divulgada en el año 752 por las delegaciones enviadas a la ceremonia de consagración, el mayor ritual religioso que se haya celebrado en Japón.
Un siglo más tarde, el geógrafo árabe Ibn Jurdadbih anotó que en la isla las cadenas de los perros y los collares de los monos eran de oro. La especie le había llegado de China, donde mucho después a Marco Polo le hablarían de “un grandísimo palacio todo cubierto de placas de oro, de más de dos dedos de espesor y en el que todas las habitaciones y salones estaban también cubiertos de oro fino”. Esa imagen encendió la imaginación europea e impulsó las naves que dieron con América. Pero en Japón no había casi oro, ni mucho de lo que imaginaron durante siglos historiadores y poetas. O lo había de otro modo, como ahora, cuando la comunicación, que atenúa las diferencias, multiplica a la vez imágenes tan irreales como las de los poetas simbolistas y modernistas, aun si en lugar de pinceles las producen cámaras.
Durante años nos dijeron los pies de foto de la prensa occidental que los japoneses usan tapabocas para defenderse de la contaminación ambiental, cuando en realidad lo hacen para protegerse de la gripe y del polen de los cipreses, al que muchos son alérgicos, y no estornudarle en la cara al vecino. La epidemía ha vuelto comprensibles esas imágenes pero no otros malentendidos. Como quienes ven en todo japonés a un iluminado del zen —una práctica en realidad minoritaria— y quienes creen que todos son autómatas de traje negro, se engañan los que imaginan un país deshumanizado por la obsesión tecnológica.
La gente vive pendiente del teléfono celular, pero deducir que lo hacen para aislarse del mundo es apresurado. Los instrumentos que cualquiera lleva en el bolsillo (computadoras minúsculas en las que el teléfono es lo de menos pues sirven de reloj, cronómetro, calendario, calculadora, brújula, agenda, tarjeta de crédito, procesador de texto, cámara de foto y video, navegador del internet, grabadora, consola de juegos, entre otras muchas cosas) son barreras sólo en la medida en que son puentes.
La mediación tecnológica se asume en la cultura japonesa con una naturalidad que nos escandaliza. En la
Historia de Genji el protagonista, para seducir a una mujer, hace desarreglar el jardín de manera que parezca silvestre y lo llena de insectos cuya música ha de mezclarse con la de las cuerdas. No es muy distinto de lo que hacen ahora Seiko Minami y Sota Ichikawa al crear campos de gravedad virtuales en los que el desplazamiento de los espectadores por la sala modula el sonido, las luces y el espacio mismo, transfigurando los acontecimientos aleatorios en un orden armonioso.
Desde esa época se ha guiado el crecimiento de los árboles y se han cortado los montes para conformar el paisaje. En el siglo XVII, cuando se crearon las primeras islas artificiales en Tokio, también se construyeron los primeros autómatas. A diferencia de los europeos, no tenían propósitos industriales sino estéticos: tiraban al arco, auxiliaban en la ceremonia del té y eran vistos no con temor sino con una simpatía similar a la de los niños que en el Museo de la Ciencia Futura, en Tokio, observan a los robots de hoy.
Los artistas gráficos que florecen en esa época requieren también de una elaborada mediación tecnológica. El pintor europeo aplica el pincel sobre la tela pero entre los dibujos de Hokusai y lo que ve el espectador hay una serie de planchas y de artesanos. Esa distancia hace pensar que, más que de los pintores, aquellos artistas estaban cerca de los fotógrafos, y permite entender la fortuna inmediata de la fotografía en Japón.
Los instrumentos actuales son mucho más elaborados, pero son también puentes hacia la naturaleza.
Hitoshi Nomura traduce, con matemáticas estrictas, el tránsito de la luna o el vuelo de una parvada de grullas en una partitura y revela que la música de las estrellas de Pitágoras es más que una metáfora. Ryuichi Sakamoto, que compone con ruidos ambientales, muy bien podría haber estado en el jardín del Príncipe Genji.
Los pasajeros de los trenes que leen en sus teléfonos correspondencia, directorios, diccionarios, manga, poesía, cuentos, novelas que muchos de ellos a la vez escriben, se sentirían también a sus anchas en esa época, cuando los amores se tejían y destejían por escrito, con la mediación tecnológica del pincel y la tinta. Más de un crítico japonés ha señalado ya la profunda similitud entre las novelas escritas y leídas en los celulares (de la más popular circularon 25,000,000 ejemplares virtuales, 2,000,000 en papel y una versión fílmica que atrajo a 3,500 000 espectadores) y el
Libro de la almohada, una de las obras mayores de la literatura universal, escrita en el siglo XI. Los medios son distintos, la literatura y el arte no son menos vivos. Están en nuestra naturaleza.