Tres horas apenas para recorrer a medias los pasillos. Había, por supuesto, libros: de bolsillo y de vitrina, populares y exquisitos, mínimos y desmesurados, nacionales sobre todo pero también de ultramar, casi regalados e inaccesibles, todos más o menos usados y más o menos viejos: de pocos años y de más de un milenio, de cincuenta yenes y de un millón. También enciclopedias y revistas, grabados occidentales y orientales, carteles y mapas y tarjetas postales, emaki y ukiyoe y otsue, abanicos y conchas y monedas y tablillas de bambú, y otras cosas distintas del papel y en las que también se escribe aquí, como granos de arroz y pastillas de incienso. Había tal vez ex libris, pero no nos dio tiempo de buscarlos.
Me entretuve en el puesto de la Librería Tani que exhibía una copia milagrosamente exacta del Nishi-Honganji-bon Sanju-rokunin-shû 西本願寺本三十六人家集, la antología de los Treinta y seis poetas inmortales, Sanjûrokkasen, primer impreso en tsugigami, del siglo XII, que se cuenta por la calidad del papel y la caligrafía entre las grandes obras de la cultura Heian.
Pero estuve sobre todo mucho tiempo hojeando, en los libreros de Hagi, dos preciosos volúmenes de traducciones de Daigaku Horiguchi: su versión de Le bateau ivre y una antología de poesía francesa. Horiguchi, poeta mayor y principal introductor de la poesía francesa en Japón, vivió el final de su adolescencia en México, donde su padre encabezaba la legación diplomática. Simpatizó con Madero y cruzó la Decena Trágica, a la que dedicó páginas de sus memorias. Aprendió francés, empezó a escribir poesía y frecuentó los burdeles. (En sus versos mexicanos, que hablan de putas y nopales, llora un niño abandonado por el poeta: luego lo habrán llamado Chino.)
Nada de eso nos trajimos, sin embargo. Apenas los dos grabaditos que aquí se ven, una vieja revista de cine en homenaje a Yasujiro Ozu que reproduce algunos de sus guiones principales y poco más. Lo importante, como saben y sabía Gensei, es la inminencia que lo imanta todo.
VOY A KIOTO Y ME PIERDO EN EL MERCADOEl poema alude a una historia china. La policía había capturado a un ladrón que intentaba robar una gran pieza de brocado en un mercado atestado, y cuando le preguntaron por qué lo había hecho respondiò: “No vi la gente, vi solo el brocado.” “La joya en el vestido”: es, en los sutras, la naturaleza del Buda.
Me gusta leer libros: soy de esos,
cien autores me esperan todo el tiempo.
Corté mis otros lazos con el siglo
pero este no puedo interrumpirlo.
Siempre con la esperanza de un hallazgo
voy a Kioto y me pierdo en el mercado.
Igual que aquel ladrón ante el tejido,
ya no advierto ni el polvo ni el gentío.
Por las nueve avenidas que palpitan
mi espíritu se aclara, agua tranquila,
y vislumbro tesoros donde miro
—no todo es la joya en el vestido.
Gensei (1623–1668)