domingo, 4 de noviembre de 2007

Imagen de Japón para ojos diplomáticos

En El alba llama a la puerta (1966), Jorge Carrera Andrade (Quito, 1903–1978) incluyó un curioso poema que evoca su experiencia de Japón, donde pasó tres años como Cónsul General del Ecuador, a fines de los años treinta:

           Islas niponas

           Tomo con los palillos un corazón enano
           entre granos de arroz que ríen con sus dientes minúsculos
          a la sombra de los pinos marítimos
           que vieron llegar por las olas la estatua del dios
           y por las nubes la barca del hombre
           fundador de dinastías.

           Los sacerdotes de cabeza rapada
           llevan el dosel del cielo
           cerca del templo de laca
           vacío hasta las lágrimas de cera.
           Los santos hombres de Zen se refugian en un islote
           para ver la caída de la hoja,
           lengua de lo alto.

           Los mendigos engañan su hambre tocando la flauta.
           Al ocaso, el sol mira de reojo
   las ventas de pescado momificado.
   Las luces de Ginza tiemplan en la red de las constelaciones
   mientras las anguilas recorren la tierra
   en busca de los lagos nupciales.

           Ningunos ojos más llenos de amor humano
           que los de la joven manchú sobre las esteras
           ante el cuerpo del extranjero comprador de caricias.
           Kioto, Kamakura, Karuizawa:
           miles de años han madurado la civilización de madera
           contemplada con una sonrisa enigmática
           por la inmensa estatua del dios de bronce
           hueco como una campana
           en espera de los tifones oceánicos
           que dejarán sólo un esqueleto de pez sobre la arena.

           Zen: mira mi mano flácida. Soy un hombre de Zen.
           No tengo otro cuenco de arroz de la luna.
           Sin embargo en mi corazón reverdece la sabiduría
           como un limonero enano
           y en mi paladar se redondea la palabra
           antes de salir a deshacerse en el aire.


Nada más ajeno al zen que la estrofa final, vana de una elocuente sabiduría que reverdece sin embargo de la pobreza (no tanta que no alcanzara para pagar amores manchúes, sin embargo). Pero es que el poema no pertenece al género filosófico, sino al de la estampa turística, como revela el verso “Kioto, Karuizawa, Kamakura”. Además de la ka inicial, el único rasgo común en esas tres palabras, variablemente misteriosas para el extranjero y evocadoras para el diplomático en retiro de una civilización milenaria, es el de nombrar destinos turísticos. Entre Kioto y Kamakura, antiguas capitales de Japón y cuna de momentos peculiares de la civilización, Karuizawa, un lugar de veraneo popular entre los diplomáticos porque, sobre ser fresco en verano y nevado en invierno, tiene un aire muy europeo desde que el misionero Alexander Croft Shaw lo puso de moda a fines del siglo XIX.
           Yasunari Kawabata y Yukio Mishima se retiraban a veces a escribir al hotel Manpei de Karuizawa, pero el único escritor del que recuerdo haber visto ahí una fotografía —y enorme— es John Lennon, que apreciaba el piano del comedor, al otro lado del vitral que se ve en la foto de esta página.

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