Para muchos turistas —fugaces o estacionados en el país— Nara es un apéndice de Kioto, al que se va un día, si hay ocasión, a ver con rápidez un par de cosas y volver con tiempo para cenar. Quedan encantados con lo que encuentran: además del edificio de madera y la estatua de bronce más grandes del mundo —y que se ven en poco tiempo, nada muy complicado— una ciudad que es poco más que un pueblo, sin grandes avenidas ni aglomeraciones, con parques inmensos donde los venados circulan libremente y comen sin temor de la mano del visitante. El lugar ideal para una vejez bucólica, con suerte sin bastón, repartiendo migajas.
Gracias a que la ven de ese modo, la ciudad se mantiene como al margen del tiempo. Pero lo que hay en ese margen no podría explorarse en unas horas o en pocos días, y sin duda requiere muchos años para comprenderse. Pues si Kioto, la capital de Heian, es fruto del momento en que la cultura japonesa cobra conciencia de sí y reconcentradamente se recrea y reinventa, Nara —trazada a imagen de Ch’ang–an, la fabulosa capital de los Tang— corresponde al siglo más abierto y cosmopolita de la cultura japonesa. Con mucha mayor claridad que en ningún otro lugar, ahí se perciben, a poco que se mire con cuidado, influencias griegas, bizantinas, indias en las esculturas, y rasgos chinos no sólo en las dimensiones sino en la forma de construcción de los edificios. No hay que alejarse mucho de la ciudad para encontrar también, en los mausoleos del valle de Ásuka, huellas coreanas. No hay que salir siquiera para advertir, en el esplendor sin ostentación y la grandeza sin desmesura del Gran Santuario de Kásuga, integrado con naturalidad al bosque, la armonía de una civilización en la que las religiones cordialmente conviven, porque no creen en Dios sino en los árboles.
El Gran Santuario de Kásuga era el santuario tutelar de la familia Fujiwara, que manejó tras muy transparentes bambalinas la política japonesa desde el siglo VII hasta el siglo XI (exactamente el periodo que cubre la antología de Cien poemas de cien poetas, Hyakunin Isshu, compilada por Fujiwara no Teika, et pour cause). Ahí acudían en la época de Nara los diplomáticos japoneses enviados a la corte Tang, para orar por una navegación sin contratiempos. Ahí fue, por ejemplo, Abe no Nakamaro, que partió en el año 717 y nunca pudo volver. En 751 estuvo a punto de hacerlo, y en un banquete de despedida improvisó el más famoso de sus poemas, que recuerda su visita al santuario (y del que doy ahora una versión distinta a la que incluí en Luna en la hierba):
天の原ふりさけ見れば春日なる三笠の山に出でし月かも
Miro las vastas
praderas celestiales…
aquella en Kásuga,
en el monte Mikasa,
¿es la luna de ahora?
Hace dos días, el domingo 17, que era luna llena, desperté con la idea de ir a ver la luna en Kásuga, en el monte Mikasa. Un día antes, cuando encienden las miles de linternas que corren por el santuario y al borde de las sendas del bosque, nos habríamos encontrado con una multitud, como nos ocurrió hace un par de años. Ahora, mientras estuvimos ahí, no nos cruzamos sino con algunos ciervos. Pero en cambio no dejó de aturdirnos el escándalo de un concierto de reggae en las cercanías, que se oía en todo el monte. Por eso sobre todo, y porque pensamos que entre una vegetación tan densa la luna no se vería sino ya muy entrada la noche, no la esperamos en el santuario, sino a unos metros, a los pies del monte Mikasa. Y la vimos salir, entre velos de nubes. La misma de Nakamaro.
Luego, esta mañana, al revisar las fotografías, pensé en un poema muy distinto y que, como anda en varias páginas de internet desde hace tiempo, no veo problema en traer para acá, donde alguna vez tenía que llegar. Lo escribí hace años y habla de otra luna —pero todas las lunas son la misma luna.
DE QUÉ MODO SE ESCRIBEN LOS POEMAS
De qué modo se escriben los poemas,
no sabría decirlo y sin embargo,
como en el duermevela, la otra noche,
el sueño me vencía mientras riendo
me llamabas al día y yo bogando
entre dos aguas respondía es verde
la hiedra a tu pregunta por la hora
de irnos, y es tan lenta: desde dónde
me reía contigo agradeciendo
tenerte aquí a mi lado todavía
donde yo peso ahora y tú pesabas
cerca entonces, fluyendo, desde dónde
al disiparse me llamaba, urdimbre
de mi lumbre saciada, la espesura
sonámbula de sílabas de vaho
movida por la luna y la redonda
plenitud de tus nalgas en mis manos,
fruto de luz madura entre las sombras
donde sediento bebo sin saciarme
de ti, sumido en ti y a tus orillas
siempre llevado, a mis orillas, alba
de mí lo que no llamo con mi nombre
aunque lo llame mío ya en tu lumbre
desposeyéndome: saliva, labios,
humedad de mi aliento y ese tacto
mío con que te tocas, desde dónde
llamándome a mi pulso, mi extraviado
temblor de agua profunda en la que eres
estrellas en silencio, luz del fondo
en un pozo por el que yo desciendo
lamiendo las paredes, lenta fiebre
que busca demorándose la oscura
nuez de tu ano y tu sabor de savia:
yo soy en ti la hiedra y la adherencia
sedienta desatada, soy la oscura
avidez de lo oscuro, soy la lengua
y la sed reclamándote a la lengua
de tu piel, soy el hambre a la deriva
devorándose, lengua que claudica
de las palabras y mudez que guía
la voz del extravío, espesa urdimbre
que la luna evapora, soy la sombra
y la sed, soy la lengua y no sabría
de qué modo se escriben los poemas.
*
(La foto se ve mejor aquí.)
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Hace 4 meses.
3 comentarios:
Lo he leído varias veces y me ha encantado. Ese ritmo, la rima quebrada y caprichosa, esa combinación de gerundio y pretérito y sobre todo el erotismo sudoroso que se respira.
...y ese tacto
mío con que te tocas...
c'est souverain!
...soy el hambre a la deriva
devorándose...
Me encantó!
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