En El alba llama a la puerta (1966), Jorge Carrera Andrade (Quito, 1903–1978) incluyó un curioso poema que evoca su experiencia de Japón, donde pasó tres años como Cónsul General del Ecuador, a fines de los años treinta:
Islas niponas
Tomo con los palillos un corazón enano
entre granos de arroz que ríen con sus dientes minúsculos
a la sombra de los pinos marítimos
que vieron llegar por las olas la estatua del dios
y por las nubes la barca del hombre
fundador de dinastías.
Los sacerdotes de cabeza rapada
llevan el dosel del cielo
cerca del templo de laca
vacío hasta las lágrimas de cera.
Los santos hombres de Zen se refugian en un islote
para ver la caída de la hoja,
lengua de lo alto.
Los mendigos engañan su hambre tocando la flauta.
Al ocaso, el sol mira de reojo
las ventas de pescado momificado.
Las luces de Ginza tiemplan en la red de las constelaciones
mientras las anguilas recorren la tierra
en busca de los lagos nupciales.
Ningunos ojos más llenos de amor humano
que los de la joven manchú sobre las esteras
ante el cuerpo del extranjero comprador de caricias.
Kioto, Kamakura, Karuizawa:
miles de años han madurado la civilización de madera
contemplada con una sonrisa enigmática
por la inmensa estatua del dios de bronce
hueco como una campana
en espera de los tifones oceánicos
que dejarán sólo un esqueleto de pez sobre la arena.
Zen: mira mi mano flácida. Soy un hombre de Zen.
No tengo otro cuenco de arroz de la luna.
Sin embargo en mi corazón reverdece la sabiduría
como un limonero enano
y en mi paladar se redondea la palabra
antes de salir a deshacerse en el aire.
Nada más ajeno al zen que la estrofa final, vana de una elocuente sabiduría que reverdece sin embargo de la pobreza (no tanta que no alcanzara para pagar amores manchúes, sin embargo). Pero es que el poema no pertenece al género filosófico, sino al de la estampa turística, como revela el verso “Kioto, Karuizawa, Kamakura”. Además de la ka inicial, el único rasgo común en esas tres palabras, variablemente misteriosas para el extranjero y evocadoras para el diplomático en retiro de una civilización milenaria, es el de nombrar destinos turísticos. Entre Kioto y Kamakura, antiguas capitales de Japón y cuna de momentos peculiares de la civilización, Karuizawa, un lugar de veraneo popular entre los diplomáticos porque, sobre ser fresco en verano y nevado en invierno, tiene un aire muy europeo desde que el misionero Alexander Croft Shaw lo puso de moda a fines del siglo XIX.
Yasunari Kawabata y Yukio Mishima se retiraban a veces a escribir al hotel Manpei de Karuizawa, pero el único escritor del que recuerdo haber visto ahí una fotografía —y enorme— es John Lennon, que apreciaba el piano del comedor, al otro lado del vitral que se ve en la foto de esta página.
How the Japanese Moving Industry Influenced Services All Over the World
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In the ever-evolving, interconnected tapestry of global industries, staying
ahead of the game often means taking a page from the pioneers’ playbook.
Ente...
Hace 2 semanas.
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