sábado, 30 de agosto de 2008

La recogí donde la puso el viento


Take this leaf fallen for you, originally uploaded by ionushi.

Naoshima. Ayer, al mediodìa, bajo la lluvia y entre los grillos, visitamos el pequeño santuario de Go'o cuyo nuevo edificio, diseñado por Hiroshi Sugimoto, evoca la arquitectura del Gran Santuario de Ise. Lo rodea (como se ve en esta fotografía) un terreno rectangular de piedras blancas que es sagrado y no puede tocarse. Ahí tomé, con el teléfono celular, esta imagen.

. . . . . . . . . . .

GO'O

Entre las piedras
del santuario, intocables,
con dos palabras
recogí esta hoja
que cayó para ti.

miércoles, 27 de agosto de 2008

Un haiku en español, si me preguntan…


Sing me the song for her, originally uploaded by ionushi.

Contra una concepción muy extendida entre nosotros, decíamos, un haiku es siempre más que la expresión instantánea de una experiencia inmediata de la naturaleza en el momento presente, y muchas veces algo muy distinto. Teatro del sueño y la memoria, escenario de la imaginación histórica, instrumento de la ficción literaria, cada uno de esos pequeños poemas, cuyo origen está en un género de poesía colectiva en cadena, se vincula necesariamente al canon tradicional con el eslabón de una palabra (季語, kigo) que indica el periodo —principios, mediados, finales— de la estación del año en que ocurre el poema. Esas estaciones corresponden a las del mundo moderno pero su posición en el ciclo del año es la que marca el calendario antiguo (en el que el otoño, por ejemplo, se inicia el 8 de agosto).
           Más esencial que la cuenta de diecisiete sílabas divididas en tres segmentos de cinco, siete y cinco, y que la palabra de corte (切れ字, kireji) que divide el poema en dos partes, el kigo —es decir: la vinculación ritual con la naturaleza— es esencial al haiku. De ahí que muchos japoneses sostengan que escribir un haiku en una lengua y una cultura que no sea la suya es imposible.
           Tienen razón, en cierto sentido: en el mismo sentido en que se podría decir que hacer un soneto en una lengua con la naturaleza fonética del japonés y en una cultura con los hábitos mentales de la japonesa es imposible. Y sin embargo, se han escrito sonetos en japonés y —con mucho mayor fortuna— haiku en Occidente fieles, si no a las exigencias canónicas, sí al espíritu de los originales. Más todavía: las consecuencias de la incorporación del haiku a la tradición occidental han sido tales, que sería perder mucho leer ciertos poemas en una perspectiva que no la considere. Pienso, por ejemplo, en español, en este poema de Gabriel Zaid:

           P E N U M B R A

           Cantan los grillos,
           duda el atardecer
           y, misteriosamente,
           pasa una mujer.

Hay una referencia temporal clara: es otoño —tal vez al principio, cuando los grillos cantan más temprano— y es el atardecer. No hay la metáfora que aborrecen los puristas. Y hay una palabra de corte clarísima: "atardecer", precisamente; no sería difícil mostrarlo, eliminando el verso siguiente; y hasta una palabra más, para lograr —no sin pérdida, pero estamos jugando— la métrica canónica:

           Cantan los grillos,
           duda el atardecer…
           Una mujer.

Pero, como ya he dicho en otro lado, cinco, siete y cinco sílabas no son equivalentes en japonés y en español.

martes, 26 de agosto de 2008

Luminoso y neumático el espíritu


ほたるかな, originally uploaded by ionushi.

Va para Eko

A propósito del poema de José Kozer sobre Meng Hao-jan (o Meng Haoran, 689-740 C.E.) que publiqué hace unos días, recordé este dibujo encantador de Yosa Buson (1716–1784), el gran pintor, calígrafo y poeta de la época de Edo a quien se debe la copia más famosa del Oku no hosomichi de Bashô, y que aquí se autorretrata con los ojos cerrados frente a un libro ocioso en la mesa de estudio, pensando este haiku:

学問は尻からぬけるほたるかな
Horas de estudio:
¿luciérnagas, tal vez,
que suelta el culo?


Ocurrencia que hace años provocó esta:

For Yosa Buson
—A Japanese, and smart—
That was poetry and art:
A humble enlightenment
Or a lightening fart.

lunes, 25 de agosto de 2008

Sobre un lugar común (:) sobre el haiku


Making poetry, originally uploaded by ionushi.

(Diana sabe de esto)

En un ensayo de hace años, Haruo Shirane observaba que la concepción occidental del haiku como un poema que surge de una observación directa de la realidad, prescinde de las metáforas y tiene la naturaleza por tema exclusivo es decimonónica, surgió en Japón como reflejo del realismo occidental y se difundió después en Occidente como esencialmente japonesa. “Basho, que escribió en el siglo diecisiete, no habría hecho tal distinción entre la experiencia personal directa y la imaginaria, ni habría valorado los hechos por encima de la ficción”.
           El haiku nació como hokku y haikai: eslabón en una cadena poética colectiva que de estrofa en estrofa iba cambiando de época, de lugar, de motivo, para “crear un nuevo mundo inesperado a partir del mundo del verso anterior”. Es, desde el principio, literatura de imaginación. En muchos poemas, Matsuo Bashô, Yosa Buson y otros maestros del género evocan hechos históricos y pasajes literarios, imaginan paisajes nunca vistos y aun conciben experiencias por venir. Haruo Shirane da un ejemplo inmejorable: el haiku en que Buson habla del frío que le cala los huesos ante el cadáver de su esposa, que en realidad lo sobrevivió 31 años.
           Algún lector estará pensando en la famosa definición de Bashô: “haiku es lo que ocurre aquí y ahora”. Sí, pero lo que nos ocurre aquí y ahora son también los recuerdos y la imaginación. El pasado y el futuro de que está cruzado el presente son también materia del haiku. Añado a los ejemplos que da Shirane uno del que me ocupo en Luna en la hierba, y que cito en la versión del poeta cubano Orlando González Esteva:

うたがふな潮の花も浦の春
La primavera
también da a la bahía
flor de mareas.


Un lugar común quiere que el haiku prescinda de metáforas (como si el pensamiento pudiera hacer tal cosa). Aquí, la flor de mareas son las olas, blancas como cerezos, vistas desde los montes por cuyas laderas se acerca el viajero a la bahía. Pero el poeta no las vio desde ahí, sino desde los ojos del artista que trazó cierta estampa, según cuenta él mismo en la nota previa al poema. Bashô habla de las flores de primavera vistas en un dibujo y al hacerlo, además, alude a un poema cuatro siglos anterior al suyo, el de de Fujiwara no Ietaka (1158–1237):

にほの海や月の光のうつろへば波の花にも秋は見えけり
El Lago Biwa:
a la luz de la luna
parecería
que a la flor de las olas
también llega el otoño.


De los detalles de la traducción y del origen de este poema, que reelabora también uno muy anterior, me ocupo en otro lado. Baste aquí advertir cómo las flores de las olas otoñales se convierten, llegadas a la playa de Bashô, en flores de las mareas primaverales. El poeta mira una estampa y evoca un poema que alude a otro poema. Lo que vemos nosotros es, al cabo, el mar, toujours recommencée.
          Bashô, poeta peregrino, viajaba con los pies y con la imaginación. Quién lea con cuidado las Sendas de Oku no dejará de advertir cómo en sus excursiones el poeta no va solo al encuentro de la naturaleza: sale para ver un templo o un santuario, la llanura que fue asiento de un castillo y escenario de una batalla, el mar cuyas olas suscitaron flores en otro poeta. No puede ir al encuentro de la naturaleza sino a través de la cultura.
           Nadie podría. Miramos con la memoria tanto como con los ojos. Sabemos que lo azul inmenso allá arriba es el cielo porque alguna vez que nunca recordaremos lo aprendimos, del mismo modo en que sabemos que aquello blanco por el cielo es una nube, lentamente un caballo pero de pronto ya un dragón y ahora nada. Así sabemos estos días, viendo palidecer el río por la tarde, que ya cede el verano.
           Para los poetas japoneses, la referencia a la estación del año en que ocurre el poema es indispensable. Muchos no sabrían decir por qué, sino que así tiene que ser, pero no es difícil ver que la exigencia corresponde al carácter profundamente ritual de la sociedad japonesa, en la que aún en esta época el calendario cívico sigue en muchas formas obediente a los ciclos naturales. La función de los ritos es siempre vinculatoria. Vamos al parque en abril para ver los cerezos, pero también para encontrarnos con los demás (como vamos al estadio de futbol). Decimos, para hablar del otoño, el nombre de cierto grillo y así nos sumamos a una cadena de poetas. Cada poema nuevo, cada percepción instantánea del ahora, se enlaza así con la tradición —y por la vía de la tradición, con los contemporáneos que la tienen por lugar común. Cada haiku es por eso un poema hecho entre muchos poetas. El contemporáneo que se exalta ante la luna de siempre acude naturalmente a esta o aquella palabra para describir su emoción, como el calígrafo obedece infaliblemente el orden de los diecisiete trazos para dibujar un signo nuevo. Uno y otro hacen lo que durante siglos han hecho sus antecesores, para así encontrarse con sus contemporáneos.

sábado, 23 de agosto de 2008

Un chino hace poemas japoneses



No sé hace cuántos años compré el librito, uno de los más pequeños en mis estantes o en algún otro lugar de la casa, ahora no lo encuentro, pero habrá sido hace unos quince: no puedo contarlos, ni tampoco las veces que lo he leído, en México y en Japón, a donde naturalmente lo traje y por donde ha paseado en mis bolsillos: Muere mi madre de Saito Mokichi, en la traducción de José Kozer en la que el poema conmovió tanto a la Monse que la hizo llorar en los vagones y las estaciones de metro, y hablarme por teléfono para contármelo, la tarde en que sin saber bien qué era ni la pena que le daría se había llevado el libro a Shinjuku Gyoen, nomás por lo pequeño que es en la edición de la editorial mexicana Verdehalago, que cabe en la palma de la mano. Ese día habremos hablado por primera vez de Mokichi, pero también de José Kozer, que le dio voz al poema en español, no directamente sino a través del inglés y no de la forma en que yo, que he traducido ya un número considerable de poemas japoneses, creo que hay que traducir, pero en cualquier caso de modo admirable, como prueban las lágrimas y la frecuentación. Ese día y otros hemos hablado de José Kozer y de sus otras traducciones japonesas (de Soseki, de Akutagawa, de Saigyo), y muchos más he lamentado no haberme traído uno solo de sus libros, que empecé a seguir desde aquellos Poemas de Guadalupe que iniciaron una de las más hermosas declaraciones de amor de la poesía contemporánea, continuada de libro en libro en una de las obras poéticas más formidables de la lengua y en la que muy pronto me atrajeron los constantes motivos orientales. O tal vez deba decir que muy pronto esos libros me atrajeron a su Oriente, empezaron a traerme —no solos: conspirando con otros— a mi Japón. Se imaginarán entonces la alegría que me dio recibir hace unos días en el buzón electrónico un poema de José, así sin más, en que el gran poeta chino de la época Tang Meng Hao-jan (o Meng Haoran, 689-740 C.E.) extrañamente hace poemas japoneses y otras cosas que yo también, no con tanta gracia:


INSTANTANEIDAD DE MENG HAO-JAN

Meng Hao-jan se agacha, oye crascitar al cuervo (¿al blanco o
           al negro?) defeca.

Se lava con agua de hamamelis, se coloca boca abajo, se abre las
nalgas, el sol y la brisa secan
a fondo el orificio: termina el
canto cloacal con un largo flato
afinado (címbalo, estertor).

Regresa a su mesa de trabajo (todo dispuesto): waka dedicada al
acto de la defecación. Aleja de
sí el pliego, lava el pincel,
guarda el tintero, y de vuelta
corrige (una sola vez, y para
siempre, que es como decir
nunca, y se sonríe) el texto:
hecho.

En una hoja de papel de arroz, sentado en el suelo, repite veinte veces
la waka, variando una palabra,
una palabra sola: son otras tantas
defecaciones, otros tantos flatos,
música varia, olores donde
reconoce la sustancia primordial
de la podredumbre, el pescado,
arroz, la berenjena, la fuerza del
agua de hamamelis (sin diluir):
terrones, lombrices de tierra, y
la pujanza de los surcos.

El reloj de arena indica el transcurso de la hora: té blanco. La tetera
esmaltada de verde bulle en
el brasero de hierro colado,
fuego azul (indoloro) negrura
insondable del hierro: el té
reposa. Meng Hao-jan, reposado,
reposa en su reposo, dos fondos
de agua, sin sed.

Un sorbo, y descansa: otro sorbo y se reconoce: otro de tantos reclusos,
un practicante más, fracción de
la vetusta tradición de su pueblo.
Nadie (esa otra mentira). Lava la
taza. Guarda el pliego de la
escritura del día entre los pliegos
de la escritura de los últimos días,
los numerosos rollos acumulados
durante cuatro décadas: tantas
meditaciones, bandadas de
cuervos, el estanque y la carpa
(lotos): nunca hace mención de
la madre, su padre el pedernal,
aquel episodio único, entre
nelumbos, de su efímera vida
amorosa.

Corta. Al patio, al patio a tenderse, esta vez boca arriba, a recibir en la
boca, primero entreabierta, motas
de polvo y luz: en la boca luego
abierta de par en par recibir a las
bandadas de cuervos (negros) la
madre longeva (aún dando la lata)
lápida el padre (accedió a la
longevidad verdadera): y del sol,
del mismo sol del mediodía la
pujanza de las heces, gorjeos
intermitentes, la risa.

martes, 19 de agosto de 2008

En la negra espesura de repente


En la negra espesura de repente, originally uploaded by ionushi.

Para muchos turistas —fugaces o estacionados en el país— Nara es un apéndice de Kioto, al que se va un día, si hay ocasión, a ver con rápidez un par de cosas y volver con tiempo para cenar. Quedan encantados con lo que encuentran: además del edificio de madera y la estatua de bronce más grandes del mundo —y que se ven en poco tiempo, nada muy complicado— una ciudad que es poco más que un pueblo, sin grandes avenidas ni aglomeraciones, con parques inmensos donde los venados circulan libremente y comen sin temor de la mano del visitante. El lugar ideal para una vejez bucólica, con suerte sin bastón, repartiendo migajas.
           Gracias a que la ven de ese modo, la ciudad se mantiene como al margen del tiempo. Pero lo que hay en ese margen no podría explorarse en unas horas o en pocos días, y sin duda requiere muchos años para comprenderse. Pues si Kioto, la capital de Heian, es fruto del momento en que la cultura japonesa cobra conciencia de sí y reconcentradamente se recrea y reinventa, Nara —trazada a imagen de Ch’ang–an, la fabulosa capital de los Tang— corresponde al siglo más abierto y cosmopolita de la cultura japonesa. Con mucha mayor claridad que en ningún otro lugar, ahí se perciben, a poco que se mire con cuidado, influencias griegas, bizantinas, indias en las esculturas, y rasgos chinos no sólo en las dimensiones sino en la forma de construcción de los edificios. No hay que alejarse mucho de la ciudad para encontrar también, en los mausoleos del valle de Ásuka, huellas coreanas. No hay que salir siquiera para advertir, en el esplendor sin ostentación y la grandeza sin desmesura del Gran Santuario de Kásuga, integrado con naturalidad al bosque, la armonía de una civilización en la que las religiones cordialmente conviven, porque no creen en Dios sino en los árboles.
           El Gran Santuario de Kásuga era el santuario tutelar de la familia Fujiwara, que manejó tras muy transparentes bambalinas la política japonesa desde el siglo VII hasta el siglo XI (exactamente el periodo que cubre la antología de Cien poemas de cien poetas, Hyakunin Isshu, compilada por Fujiwara no Teika, et pour cause). Ahí acudían en la época de Nara los diplomáticos japoneses enviados a la corte Tang, para orar por una navegación sin contratiempos. Ahí fue, por ejemplo, Abe no Nakamaro, que partió en el año 717 y nunca pudo volver. En 751 estuvo a punto de hacerlo, y en un banquete de despedida improvisó el más famoso de sus poemas, que recuerda su visita al santuario (y del que doy ahora una versión distinta a la que incluí en Luna en la hierba):

天の原ふりさけ見れば春日なる三笠の山に出でし月かも
Miro las vastas
praderas celestiales…
aquella en Kásuga,
en el monte Mikasa,
¿es la luna de ahora?


Hace dos días, el domingo 17, que era luna llena, desperté con la idea de ir a ver la luna en Kásuga, en el monte Mikasa. Un día antes, cuando encienden las miles de linternas que corren por el santuario y al borde de las sendas del bosque, nos habríamos encontrado con una multitud, como nos ocurrió hace un par de años. Ahora, mientras estuvimos ahí, no nos cruzamos sino con algunos ciervos. Pero en cambio no dejó de aturdirnos el escándalo de un concierto de reggae en las cercanías, que se oía en todo el monte. Por eso sobre todo, y porque pensamos que entre una vegetación tan densa la luna no se vería sino ya muy entrada la noche, no la esperamos en el santuario, sino a unos metros, a los pies del monte Mikasa. Y la vimos salir, entre velos de nubes. La misma de Nakamaro.
           Luego, esta mañana, al revisar las fotografías, pensé en un poema muy distinto y que, como anda en varias páginas de internet desde hace tiempo, no veo problema en traer para acá, donde alguna vez tenía que llegar. Lo escribí hace años y habla de otra luna —pero todas las lunas son la misma luna.

DE QUÉ MODO SE ESCRIBEN LOS POEMAS

De qué modo se escriben los poemas,
no sabría decirlo y sin embargo,
como en el duermevela, la otra noche,
el sueño me vencía mientras riendo
me llamabas al día y yo bogando
entre dos aguas respondía es verde
la hiedra a tu pregunta por la hora
de irnos, y es tan lenta: desde dónde
me reía contigo agradeciendo
tenerte aquí a mi lado todavía
donde yo peso ahora y tú pesabas
cerca entonces, fluyendo, desde dónde
al disiparse me llamaba, urdimbre
de mi lumbre saciada, la espesura
sonámbula de sílabas de vaho
movida por la luna y la redonda
plenitud de tus nalgas en mis manos,
fruto de luz madura entre las sombras
donde sediento bebo sin saciarme
de ti, sumido en ti y a tus orillas
siempre llevado, a mis orillas, alba
de mí lo que no llamo con mi nombre
aunque lo llame mío ya en tu lumbre
desposeyéndome: saliva, labios,
humedad de mi aliento y ese tacto
mío con que te tocas, desde dónde
llamándome a mi pulso, mi extraviado
temblor de agua profunda en la que eres
estrellas en silencio, luz del fondo
en un pozo por el que yo desciendo
lamiendo las paredes, lenta fiebre
que busca demorándose la oscura
nuez de tu ano y tu sabor de savia:
yo soy en ti la hiedra y la adherencia
sedienta desatada, soy la oscura
avidez de lo oscuro, soy la lengua
y la sed reclamándote a la lengua
de tu piel, soy el hambre a la deriva
devorándose, lengua que claudica
de las palabras y mudez que guía
la voz del extravío, espesa urdimbre
que la luna evapora, soy la sombra
y la sed, soy la lengua y no sabría
de qué modo se escriben los poemas.

*

(La foto se ve mejor aquí.)

Esto es el Tokyo Boogie-Woogie

Esto es lo que decíamos ayer: Tokyo Boogie-Woogie (東京ブギウギ) de Ryoichi Hattori, por Shitsuko Kasagi (笠置シヅ子). Tokyo, 1947.

Qué nostalgia silbando entre las ruinas

Hay una palabra japonesa de uso frecuente, natsukashi (懐かし), que los diccionarios bilingües y quienes hablan japonés suelen definir en primer lugar como “nostálgico”. Pero son dos sentimientos claramente distintos. La nostalgia es siempre personal e implica el recuerdo de aquello que la provoca. Sólo se puede tener nostalgia de lo vivido. En cambio natsukashi es una cualidad de los objetos, una especie de pátina que los vuelve entrañables de un modo peculiar, como símbolos de un pasado desvanecido, no personal sino colectivo. Así, un joven que pasea por las calles de Tokio en la inmediata posguerra, en una canción famosa, puede hablar de lo natsukashi que son, en los barrios de Kanda y Nipponbashi, los vestigios de Edo, una época que naturalmente ni él ni quienes lo escuchan pudieron haber vivido. Así yo, que en español no podría tener nostalgia del virreinato, en japonés puedo sentir natsukashi una canción que habla del Tokio de 1948: una ciudad destruida en un país vencido y sumido en la depresión económica pero —lo señalan sin falta los visitantes— sin sombra de rencor y empeñada en ser rápidamente moderna.
           “Bajo los techos de Tokio” (東京の屋根の下, Tôkyô no yane no shita) fue una de las canciones más populares de Ryoichi Hattori (1907–1993), compositor venerado por los músicos de jazz japoneses, introductor del blues en su país, creador del Tokyo boogie–woogie, autor de miles de piezas y uno de los hombres más importantes en la evolución de la música popular japonesa del siglo XX. Hay muchas versiones de la canción, pero su intérprete por excelencia es Katsuhiko Haida (1911–1982), que no dejó de cantarla desde que la estrenó en 1948. La grabación que he encontrado en Youtube es del año de su muerte, y el escenario no corresponde en nada al ambiente de la canción, que ya entonces habrá sido natsukashi. Me consuela pensar que a algunos lectores les parecerá de una época remotísima. La traducción es desde luego lineal.



東 京 の 屋 根 の 下
Bajo los techos de Tokio

作詩 佐伯孝夫   作曲 服部良一
Letra: Takao Saeki      
Música: Ryoichi Hattori
昭和23年
1943

      東京の屋根の下に住む
Viviendo bajo los techos de Tokio
  若い僕等は しあわせもの
los jóvenes somos felices.
  日比谷は 恋のプロムナード
Hibiya es el Paseo del Amor,
  上野は 花のアベック 
Ueno es la cita entre cerezos.
  なんにも なくてもよい
No hay nada pero no nos falta nada:
  口笛吹いて ゆこうよ
vayamos pues silbando alegremente.
  希望の街 憧れの都
Calles de esperanza, ciudad de anhelos,
  二人の夢の 東京
sueño de las parejas, Tokio.

東京の屋根の下に住む
Viviendo bajo los techos de Tokio
  若い僕等は しあわせもの
los jóvenes somos felices.
  銀座は 宵のセレナーデ
Ginza, al anchecer, es serenata;
  新宿は 夜のタンゴ
Shinjuku, el tango de las noches.
  なんにも なくてもよい
No hay nada pero no nos falta nada
  青い月夜の 光に
A la luz de la noche azul de luna,
  ギターをひき 甘い恋の唄
dulce canción de amor con la guitarra
  二人の夢の 東京
sueño de las parejas, Tokio.

東京の屋根の下に住む
Viviendo bajo los techos de Tokio
  若い僕等は しあわせもの
los jóvenes somos felices.
  浅草 夢のパラダイス
Asakusa, paraíso del sueño,
  映画に レビューに ブギウギ
boogie-woogie en el cine y la comedia.
  なつかし 江戸のなごり
Qué nostalgia las huellas de Edo.
  神田 日本橋 キャピタル東京
Kanda, Nipponbashi, Tokio capital,
  世界の憧れ
admiración del mundo.
  楽しい夢の 東京
Tokio, qué sueño encantador.

domingo, 17 de agosto de 2008

Cinco veces, uno de cinco caracteres


Now the TV has been saying..., originally uploaded by ionushi.

La secuencia de caracteres 大文字 pueden leerse al menos de dos maneras: como oomoji (おおもじ), que quiere decir "letra mayúscula o versal", y como daimonji (だいもんじ), que habría que leer más bien como "gran carácter" y es, con mayúscula al transcribirlo, el nombre de uno de los cinco montes de Kioto en que, para señalar el momento en que los espíritus de los muertos vuelven al otro mundo después de visitar la casa familiar, se trazan con hogueras alineadas grandes signos de fuego. El ritual se conoce popularmente así, como Daimonji, aunque Gozan no Okuribi (五山送り火), "Fuego enviado de las Cinco Montañas", es nombre menos impreciso, pues en dos de los casos no se trazan caracteres, sino dibujos de un barco y un torii, evidentemente relacionados con la idea de tránsito. El Barco de los Espíritus navega hacia la Tierra Pura del budismo y el torii es la frontera entre el espacio sagrado y el profano. El fuego se enciende durante media hora: cuando se apagan las antorchas, los espíritus están ya del otro lado.
           La secuencia que pulsando aquí se ve es el resultado de procesar las fotos que malamente pude capturar, alzándome de puntas, desde la terraza del taller de cerámica al que va la Monse, a la orilla del Kamogawa, y que no resultó muy buen observatorio. El asado estuvo muy bueno, eso sí, la concurrencia era interesantísima y la conversación fue memorable. (Hace mucho que no me ocurría estar en situación de advertir "esto, así, tal cual, es un cuento de Somerset Maugham". Pero no los distraigo.)

viernes, 15 de agosto de 2008

Todo es echarse al agua y navegar


A set on Mifune Matsuri 02, originally uploaded by ionushi.

Por una curiosa coincidencia, ayer salieron a la circulación dos revistas en línea que reproducen fotografías mías. La italiana Photo Couture trae en la última página una imagen a la que hace no mucho me referí aquí (y que abajo aparece en pequeño: es vínculo a la grande). Nihonzaru ("el mono japonés") se suma, con ágil colectiva ligereza, a la inagotable lista de bitácoras en inglés que se esfuerzan por traducir e interpretar este país a los lectores occidentales —casi siempre con fascinada admiración, a veces con repulsa no menos fascinada. La foto que los editores han aprovechado para uno de sus encabezados permanentes (pero que cambian aleatoriamente cada vez que se accede a la página) es la que ilustra esta entrada. La tomé el año pasado cuando empezaba el Mifune Matsuri (Festival de las Tres Barcas) que se celebra el tercer domingo de mayo cada año en el río Oi, al pie del Arashiyama (el Monte de la Tormenta de tantos poemas japoneses) y frente a la desembocadura en que la corriente entra en el Katsura. Es una fiesta muy colorida, en la que boteros y pasajeros de las doce embarcaciones participantes van vestidos a la usanza de la corte imperial de la era Heian, y acompañados de músicos, actores, artistas de todo género y religiosos que, al mismo tiempo que escenifican los rituales del pasado, tocan y bailan y recitan realmente, como realmente celebran los oficios religiosos. Encabeza la flota la Barca Imperial, en la que se representan obras de teatro Nô y se realizan lecturas de poesía china y japonesa. La sigue la Barca del Dragón, en la que los músicos tocan piezas de gagaku, la música de la corte. En la Barca del Fénix, un grupo de miko (las doncellas de los santuarios shinto) lleva ofrendas religiosas tradicionales. Otros artistas y figurantes van en las barcas restantes, en las que se bebe y se come mientras tanto. Y en la ribera, si se llega a buena hora, es posible rentar una lancha de remos. Fue lo que hice, para tomar la serie de fotos que pueden ver aquí.


Name all the colors you see (Estas fotos son enlaces.)

jueves, 14 de agosto de 2008

Mujer mirando al mar, con parasol


The wind, the sea, the waves, originally uploaded by ionushi.

Ayer, siguiendo el margen del Yodo —que es ancho y tiene campos de golf y parques de diversiones y lugares para acampar, y un camino para ciclistas que por desgracia no corre a todo lo largo, aunque casi— hicimos ida y vuelta el trayecto en bicicleta desde Hirakata hasta Maishima, una isla artificial añadida al puerto de Ósaka en 1994 y dedicada a las actividades deportivas, con estadios y gimnasios y canchas para esto y lo otro. No que pensáramos llegar hasta allá, sino apenas a la desembocadura del río y la visión del mar, pero siempre quiere uno ir un poco más lejos, ver qué hay a la vuelta de la esquina o al otro lado del puente. Y lo que había era eso que ven en la foto. Casi nadie, además, porque en estos días en que se recibe a los muertos en casa, o se va a encontrarlos al pueblo, los lugares de esparcimiento están más bien vacíos. Tal vez por eso mismo esa mujer habrá ido hasta allá a ver las olas y las nubes. No le habrá costado tanto llegar como a nosotros, bajo el sol de la tarde y con el viento en contra, y no sabrá que luego vino hasta aquí entre la brisa y las sombras que se fueron poblando de grillos y libélulas y ranas y bichos de toda especie, para que pudieran verla.

domingo, 10 de agosto de 2008

Por los alrededores, un domingo


, originally uploaded by ionushi.

Hemos ido muchas veces al Gran Santuario de Inari, y alguna vez quisimos recorrer hasta el fin la senda sagrada, sólo para descubrir que es interminable. Otra vez, ante una de las bifurcaciones, nos sorprendió el eco de una música ritual, esa música para entretener a los dioses del shinto, y por ir donde nos llamaban los tambores y címbalos dejamos el camino. Las más de las veces no hemos hecho sino recorrer unos pocos metros, hasta el punto en que el amigo al que acompañamos siente satisfecha la curiosidad o perdido el ánimo.
           Lo que no habíamos hecho es visitar los templos cercanos, que las guías olvidan. A siete u ocho minutos de camino está el Sekiho-ji (石峰時), un templo de la escuela de Obaku) que encabeza el cercano Manpukuji, en Uji. No es muy antiguo: data de 1762, y el edificio mismo no tiene mayor interés, más allá de la evidente influencia china de la entrada. Pero en el monte al que el templo da acceso se congrega, a la sombra de los bambúes y entre la hojarasca, una asamblea de iluminados. Atentos al rumor del musgo, meditando el zumbar de los insectos, están ahí recordando a Buda y representando escenas de su vida desde que así los formó y dispuso Ito Jakuchû, ese excéntrico al que hoy muchos tienen por el mayor pintor de la época de Edo, y que ahí vivió los últimos años de su vida. Son 500, y algunos pueden verse aquí.
           Muy cerca está el Zuiko-ji, de la secta Nichiren. En días señalados pueden verse los tesoros del reservorio y aquel en que dimos inesperadamente con el templo no era uno de esos, pero estoy seguro de que ninguno será tan espléndido como la sorpresa de descubrir que el fundador es uno de mis poetas favoritos: el monje Gensei, del que aquí pueden leerse algunos poemas. Los traduje del inglés, porque están escritos en chino, como mucha de la poesía de los monjes budistas japoneses. Pongo aquí uno más, esta vez traducido del japonés:

           旅の空何かわびしき世を捨てて出にし身には古里もなし
           De viaje, el cielo
           ¿por qué parece triste?
           Yo, que ahora salgo,
           le di la espalda al mundo:
           ningún pueblo es mi pueblo.


           A pocos metros del Zuiko-ji nos encontramos con esto.

miércoles, 6 de agosto de 2008

Ligereza danzante y teología


Don't say flowers faded in vain, originally uploaded by ionushi.

En su resumen de "Tres momentos de la literatura japonesa", Octavio Paz anotó que en los libros de Murasaki Shikibu y Sei Shônagon los cortesanos de la era Heian se movían por la vida con una “ligereza danzante”. Si su conocimiento del país hubiera ido más allá de lo que le reveló la experiencia literaria, habría tal vez desarrollado la observación. El antropólogo (y explorador, fotógrafo, poeta) Fosco Maraini, que durante más de cuarenta años se ocupó de Japón con pasión minuciosa y lucidez informada, lo describió como un país danzante. Las deidades de la religión nativa danzan y aman la danza. En el mito más difundido, la diosa Amaterasu (“la que ilumina el Cielo”), empujada por la furia y la desolación a encerrarse en una cueva, sumiendo así al mundo en tinieblas, sólo vuelve a salir cuando es imantada por la animación de los otros dioses, en los que el baile de la diosa Ame no Uzume frente a su cueva ha desatado la alegría. La diosa danzante es por eso la deidad del alba y de la fiesta, y en los ritos del shinto la danza ocupa un papel central. El historiador de las religiones Mircea Eliade anotó en una página de su Diario:

“Y como [Karl] Lowith añadió que ninguno de los filósofos japoneses con los que hablé me habían dicho nada inteligente sobre el shinto, le recordé la respuesta de Hirai. Hirai, un sacerdote del shinto que estudió Historia de las Religiones en Chicago con Joaquim Wach, nos acompañaba al famoso templo de Ise. Uno de nosotros, un filósofo norteamericano, le dijo: “Miro los templos, asisto a las ceremonias y danzas, admiro los vestidos y la cortesía de los sacerdotes, pero no veo cuál es la teología implícita en el shinto”. Hirai se quedó pensando un instante. “Nosotros no tenemos teología. Nosotros danzamos”. (Corrijo la traducción de Joaquín Garrigós: Kairós, Barcelona, 2001, pp. 172–177.)
Los religiosos danzan. Los fieles, en las días señalados, danzan. Las geishas, de muchas maneras, danzan. La ceremonia del té, dice Maraini, es una lenta danza de las manos; los trazos de la caligrafía, la sombra de una danza velocísima. No es difícil imaginar que el ceramista, durante los meses en que no hace sino modelar cientos de veces la misma ínfima taza para que el maestro la deshaga al pasar, sueña con las llamas danzantes del horno que le darán sentido a su trabajo.
Sacerdotes, geishas, maestros de te, calígrafos, artesanos. Las disciplinas danzan y la danza, entre los japoneses, es una disciplina. Qué sensación extraña, la de entrar en un salón de salsa y advertir cómo la concurrencia no hace sino repetir —casi siempre con precisión pero sin gracia— lo aprendido allí mismo, esa tarde, con el diplomático antillano que así completa sus ingresos. Se baila por el gusto de bailar pero bailar no es desfogarse y desatarse, ni es, tampoco, avanzar burlas veras del cortejo amoroso — no, aquí se baila para los dioses o para la suprema divinidad de la Forma. La kata. Bailar es aquí, como tantas cosas, humilde ejercicio de perfección y el calígrafo, como el pintor y el bailarín, no hace, durante años, sino repetir una forma que al final le dará el premio de la gracia. La gracia: no el éxtasis desgarrado, no la catarsis aullante, sino la dulce sonrisa de la plenitud. Esa con que me mira esta mujer, que sin duda ha sido siempre muy hermosa pero nunca así.
La vi en el Daigo-ji, durante el sakura-matsuri.

martes, 5 de agosto de 2008

Así suena la voz de Tanikawa





D E S P U É S  D E L  A M O R

Después del amor
bajar
los ojos.
Después del amor
oír
el mar nocturno.

Después del amor
olvidar
el nombre
del amor.
Después del amor
calladamente
sueltas
las manos.

Después del amor
el sueño...
de alma y alma.


(Lo que está en el archivo sonoro es la voz de Tanikawa leyendo este poema, que naturalmente hay que seguir en japonés de derecha izquierda y de arriba abajo. Confieso que no estoy muy seguro del último verso...)

lunes, 4 de agosto de 2008

Todos los joyo kanji en diez minutos

Muchos piensan que aprender japonés es difícil. Es cierto, si uno no es japonés. Más aun —porque aquí hay que incluir a la mayoría de los japoneses— piensan que la dificultad mayor está en los kanji —esos caracteres de origen chino con que se escribe el japonés—. Se equivocan dos veces. La primera, porque para aprender una lengua no hace falta aprender a escribirla; la segunda, porque aprender los kanji no es difícil: es laborioso, que es distinto. Pero tampoco hace falta invertir doce años en ello, como los nativos: sin ser un genio como Arthur Waley, que en seis meses ya traducía a los clásicos, se puede llegar a conocerlos bien en poco tiempo. El primer requisito es interesarse. No hace falta vivir en Japón —y hay quienes pasan años en el país sin aprender los más elementales, por falta de interés (y de sentido común).
            Cualquiera con cierta sensibilidad visual —aunque no sepa una palabra de japonés ni le interese aprenderlo— encontrará fascinante este video. Desde luego no basta con verlo para aprender los 1945 joyo kanji, pero es cierto que la primera condición es acostumbrarse a verlos. Y tampoco está mal como experiencia mística.

domingo, 3 de agosto de 2008

Véanlo por lo pronto como está

La revista mexicana de libros Hoja por hoja me pidió que comentara la creciente popularidad de la literatura japonesa en el mundo de habla española, a propósito de la publicación de tres libros: las Historias de la palma de la mano, Kioto y Primera nieve del monte Fuji, de Yasunari Kawabata, y La madre del Capitán Shigemoto, de Junichirô Tanizaki. Respondí que esa popularidad me parecía más bien ilusoria, que los autores sobre los que me pedían que escribiera —dos clásicos del siglo XX y dos pasiones personales— no representan la literatura estrictamente contemporánea de Japón y que había cosas más actuales, de las que una revista de actualidad como Hoja por hoja debía ocuparse, pero acepté el encargo. Inútilmente, porque no recibí a tiempo los ejemplares de los libros que debía comentar y con el tiempo encima los editores me pidieron que de cualquier modo escribiera un artículo a partir de lo que les había dicho, ajustándome a 9000 caracteres. Lo que resultó fue esto, que ya enmendaremos.