Nada más importante, aquí, que guardar las formas y marcar los límites. De ahí que haya una y otra vez que presentarse, declarar la identidad, pronunciar y escuchar discursos, dar y recibir tarjetas. De ahí, también, que saludemos la primavera y la aparición de los cerezos, las primeras cigarras del verano, los grillos y la luna del otoño, los vientos del otoño que anuncian el invierno. De ahí que vayamos de templo en templo, de santuario en santuario, presentando nuestros respetos, tocando la campana, encomendándonos a todos los dioses. Nos asomamos una y otra vez a lo desconocido, las puertas se suceden una a otra. Pero no entramos: cada puerta da a otra puerta, no pasamos del umbral. Como en Fushimi Inari, donde diez mil y tantos torî (ese arco que señala en los santuarios del shinto el límite entre el espacio profano y el sagrado) se suceden por una senda vertiginosa que sube y baja por el monte a espaldas del santuario, a veces bifurcándose para volver a encontrarse, todo el tiempo perdiéndonos. Entramos interminablemente y no acabamos de entrar. ¿Por qué, si nos extenúa, quisiéramos que continuara siempre?
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Hace 6 meses.
6 comentarios:
Me parece una fotografia fantastica. Muuy buen trabajo!
Ahora que hablas de presentar nuestros respetos a los dioses tocando la campana en los templos, no puedo dejar de decirte que yo siempre he visto esos campanazos como una forma de despertar a los dioses de su letargo, exigiendo con el golpe de metal su absoluta atención y confiando en el cumplimiento irrestricto de todos nuestros deseos.
Saludos desde Tokyo de una -hasta ahora- silenciosa lectora de tu blog.
¿Y te cumplen?
Hasta ahora ni una sola vez...
Por algo será.
Sin desdeñar la magnífica foto, el texto es hermoso.
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