domingo, 21 de septiembre de 2008

De mí y de él y de nosotros tres

( L A   S A N T Í S I M A   T R I N I D A D )

1. En el siglo VIII de nuestra era, Li Po (que según la leyenda murió en una borrachera, ahogado al tratar de alcanzar la luna reflejada en el agua) escribió un poema emblemático (del que hay aquí 34 traducciones al inglés):

B E B O  A  S O L A S  B A J O  L A  L U N A

Con mi jarra de vino, entre las flores,
sin quién brinde conmigo, bebo a solas.
Pero alzo mi copa hacia la luna:
somos tres, si contamos a mi sombra.
La luna no puede beber conmigo
y mi sombra me sigue inútilmente,
pero un momento me hacen compañía.
¡Gocemos hasta el fin la primavera!
La luna se pasea mientras canto
y bailo con mi sombra que vacila.
Gozamos juntos mientras no me embriago.
Nos separamos cuando me emborracho.
La amistad de la luna no termina.
Será en la Vía Láctea la cita.


2. Ocho siglos más tarde, Matsuo Basho, el gran poeta japonés, anotó lo siguiente:
Tres personas de Reigan-jima llegaron a mi ermita ya entrada la noche. Resultó que compartían el nombre: Sichirobei. La cosa me hizo gracia y, recordando el poema de Li Po “Bebiendo solo bajo la luna”, compuse este haiku:

盃にみつの名を飲む今宵かな
sakazuki ni mitsu no na o nomu koyoi kana
Una traducción literal inmediata sería: “En mi copa de sake / bebo tres nombres / esta noche”. Pero, como observa Toshahiru Oseko (Basho’s Haiku, Tokio, 1990), el poeta escribe mitsu en silabario hiragana (みつ ), no con kanji, lo que introduce una ambigüedad: mitsu significa “tres” pero también “lleno”. Y dado que el zuki de sakazuki puede leerse como tsuki, luna, un lector japonés escucha simultáneamente otro poema, que dice algo como: “Luna llena del sake / en que bebo tres nombres / esta noche”. Oseko no anota sin embargo otro sentido de la palabra mitsu: miel, que es pertinente. Una aproximación:
Miel de tres nombres,
luna llena en mi copa
para esta noche.
La dicha de tener a tres amigos juntos y beber con ellos se equipara así a la plenitud del círculo lunar (que en la tradición del budismo zen es símbolo de la iluminación). Toshahiru Oseko, sin embargo, traduce de este modo:
In my sake-cup I drink
Three names this evening,
Just like Li Po.
Con lo cual sacrifica la luna y la ambigüedad, a cambio de volver explícita la alusión a Li Po, que ciertamente pasaría de noche para un lector occidental. Una decisión no muy afortunada, pero explicable porque, para Oseko, los tres a que se refiere Basho son el poeta, su sombra en la tierra y su sombra en el sake de la copa. Raro.

3. En 1920, José Juan Tablada publicó en Caracas Li Po y otros poemas, uno de los libros fundadores de la modernidad en la poesía hispanoamericana. El poema que da título al libro cita parcialmente, en una versión parafrástica y caligramática, el de Li Po:


La tercera persona es pues, para Tablada, la luna.

4. ¿Tenía Octavio Paz en mente los poemas anteriores cuando escribió en la India, en los años sesenta, en uno de sus grandes textos eróticos, “Maithuna”, las líneas siguientes?:
Anoche
    
      En tu cama
Éramos tres:
  
    Tú     yo     la luna
Es más que probable: en esos años, Paz lee mucha poesía china y japonesa, traduce a Li Po y a Basho, relee a Tablada. Pero todo lo anterior hace pensar también en otro poeta mexicano mayor, no menos devoto de Li Po, amigo y maestro de Paz: José Gorostiza, que en Muerte sin fin habla de cómo en las zonas ínfimas del ojo
no ocurre nada, no, sólo esta luz
—ay, hermano Francisco,
esta alegría,
única, riente claridad del alma.
Un disfrutar en corro de presencias,
de todos los pronombres —antes turbios
por la gruesa efusión de su egoísmo—
de mí y de él y de nosotros tres
¡siempre tres!
En una lectura superficial como la de Arturo Cantú (En la red de cristal, UAM, 2000), esos tres son el poeta, Dios y San Francisco, y las palabras “¡siempre tres!” aluden, irónicamente, a la Santísima Trinidad. Tiene más sentido entender que se trata de otra trinidad, no menos esencial: la de “todos los pronombres”, las personas del verbo, siempre tres —como la madre, el padre y el hijo, como el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, como los dos amantes y la luna.

5. La luna o la serpiente. En el Génesis, Adán y Eva no abren los ojos hasta que escuchan a la serpiente, no habitan el mundo sino cuando se apartan de la mirada de Dios. Para que el mundo exista se necesitan por lo menos tres, siempre tres.
           Todos los amantes quieren volver al Paraíso, lo que equivale a prescindir de Dios y de la serpiente. Pero, en la isla desierta, tarde o temprano descubren que el otro es de veras otro: distinto de sí mismo, un tercero. Tarde o temprano pierden la inocencia, caen en la cuenta de que pasa el tiempo, descubren que se son ajenos, sienten silbar a la serpiente y soplar al Espíritu.

6. En el pequeño poema de Paz, que es un gran poema, se aúnan el erotismo y la melancolía, la claridad de la visión encendida y la pálida luz de la luna. Podría haberlo escrito el personaje de un relato fantástico: Felipe Montero, el historiador de Aura, la breve obra maestra de Carlos Fuentes. En la escena final, es la luz plateada de la luna que entra por un resquicio abierto por los ratones en la pared la que le revela a Montero que la mujer en la que ha entrado, con la que yace, a la que está besando, es Consuelo, la anciana decrépita que es la tía de Aura que es el aura de Consuelo. Aura, que tiene “muslos color de luna”; aura, que es (pregúntenle a Corominas) un viento, una brisa, un soplo; aura, que es un espíritu.
           Como el Espíritu Santo, Aura es la tercera persona del relato, que hace posible la unión de Felipe y Consuelo. Como Consuelo es la tercera presencia, que impide y a la vez hace posible la unión de Felipe y Aura. Como Felipe es el tercero entre Aura y Consuelo. Aura y Consuelo que son la misma: la esposa del general Llorente. El general Llorente, que es Felipe Montero. Tres, siempre tres: el fantasma de Aura, como el de Felipe (que descubre ser el fantasma de Llorente), ocupan el lugar del hijo que el general y su esposa no pudieron tener.
          Es el hijo el que cumple a la pareja: el que vuelve padre al hombre, madre a la mujer y esposos a los amantes. Pero, al rebelarse contra la ausencia del hijo, al impugnar su destino, Consuelo se rebela contra Dios y pacta con el diablo. En realidad, trastoca la ley: no tiene al hijo para convertirse en la esposa de su amante, tiene a Aura para volver a ser la amante de su esposo. Por eso, cuando acaricia a Felipe, Aura mira de reojo al Cristo de madera negra, mudo en lo alto como la luna: porque está suplantándolo, está ocupando el lugar del Hijo.
          Aura es una historia escrita en segunda persona. Se trata de un recurso retórico pero también de un discurso simbólico: uno de los temas del relato es el de las tres personas del verbo, que se desdobla en el tema del carácter fantasmal de las presencias. Felipe Montero no es un yo, sino un tú; Aura no es una tú sino una ella o un ello. ¿Quién es, en realidad, el general Llorente? Un lugar común, un vacío. Las suplantaciones y los deslizamientos son lo que vuelve vertiginoso el relato. Aura es sucesivamente las tres personas del verbo; y la identidad de todos los personajes se resuelve en un juego de espejos. Aura es, en la medida en que se ocupa de la transgresión de los lazos de parentesco, un relato sobre el incesto.
           Una de las escenas centrales de la novela, en la que Felipe Montero posee a Aura, se desarrolla como una misa negra:
Aura, de cuclillas sobre la cama, coloca ese objeto contra los muslos cerrados, lo acaricia, te llama con la mano. Acaricia ese trozo de harina delgada, lo quiebra sobre sus muslos, indiferentes a las migajas que ruedan por sus caderas: te ofrece la mitad de la oblea que tú tomas, llevas a la boca al mismo tiempo que ella, deglutes con dificultad: caes sobre el cuerpo desnudo de Aura, sobre sus brazos abiertos, extendidos de un extremo al otro de la cama, igual que el Cristo negro que cuelga del muro con su faldón de seda escarlata, sus rodillas abiertas, su costado herido, su corona de brezos montada sobre la peluca negra, enmarañada, entreverada con lentejuela de plata. Aura se abrirá como un altar.
7. No es posible leer el párrafo anterior, con esa hostia lunar deshecha sobre la piel blanca de Aura que es la piel negra de Cristo, sin evocar, de nuevo, a José Juan Tablada, quien a fines del siglo antepasado publicó un poema que escandalizó a doña Carmen Romero Rubio de Díaz y a algunos de los científicos que integraban el gabinete de Don Porfirio e hizo unirse a los integrantes de la Revista Moderna, desde la cual los poetas modernistas desafiaron a la sociedad católica y a la oligarquía positivista. El poema se llama precisamente “Misa negra” y, como dice José Emilio Pacheco (Antología del modernismo, UNAM, 1970), “se trata del primer poema mexicano que podemos llamar en rigor ‘erótico’, no una simple celebración del amor físico semejante a las que encontramos en Manuel M. Flores”, en la medida en que la misa negra, “el reverso del matrimonio sacramental”, “representa para los pueblos de cultura cristiana la sacralización del erotismo: el uso no biológico de la sexualidad”. Las estrofas finales rezan:
Quiero cambiar el grito ardiente
de mis estrofas de otros días
por la salmodia reverente
de las unciosas letanías;

quiero en las gradas de tu lecho
doblar temblando la rodilla
y hacer el ara de tu pecho
y de tu alcoba la capilla…

Y celebrar, ferviente y mudo,
sobre tu cuerpo seductor,
lleno de esencias y desnudo,
la misa negra de mi amor!

8. La alcoba es, en el poema de Tablada, una capilla; Aura, en el relato de Fuentes, se abre como un altar. La imagen del cuerpo de la mujer como un templo es una de las más antiguas de la literatura, pero la equiparación del coito con la misa y la de la mujer penetrada con Cristo sacrificado son blasfemas. En esa transgresión descansa, en buena parte, la fuerza de ambos textos.
           ¿Cuánta es esa fuerza? Muy poca, para el que bebe a solas entre las flores. La luna bajo la que baila la sombra del poeta es, en más de un sentido, la negación de la misa negra. O de la misa, sencillamente. A la luz de la luna, esas transgresiones parecen —ridículas.

(Corrijo aquí un texto publicado en la revista Paréntesis, No. 9-10, abril mayo de 2001.)

10 comentarios:

Unknown dijo...

Este, además de bello, como todo lo que escribes, merece otras palabras. Es magnánimo y generoso. Tiene las cualidades: inteligente, inteligible e interesante.

Rosana Don dijo...

Qué placer leerte, Aurelio. Como siempre.

Francisco dijo...

Lo de Bashô es un buen ejemplo de la ambigüedad del sentido de muchos haikus, lo que no quiere decir complejidad.

El poema de Octavio Paz es sencillamente genial.

Un abrazo,

F.

Luis Vicente de Aguinaga dijo...

Estupendo artículo, Aurelio. Mil gracias por la relectura. Yo sólo añadiría una referencia, sin duda impertinente (acaso porque no es del orden tanto de la letra como del imaginario): los 'tres' días que le tomó a Cristo destruir y edificar de nuevo el 'templo' de su 'cuerpo'. Sospecho que a nosotros los réprobos, que dijera Ismael Rodríguez, el momento en que San Juan escribe: "Pero él hablaba del templo de su cuerpo", siempre nos parecerá especialmente conmovedor. Va un apretón de manos.

こ~じ dijo...

¿Hiciste Tsukimizake en Chushu no Meigetsu?

Mónica Sánchez Escuer dijo...

Excelente ensayo. Me gustó mucho la manera en que fuiste encadenando un poema a otro, pasando de Oriente a Occidente, de una época a otra, de Muerta sin fin a Aura -salto sorprendente, pero genial. Y regresas, nos regresas, después del templo y la capilla ardiente, a beber a solas, con Li Po, contigo, bajo la luna que hace bailar nuestras sombras.
Un beso triple.

Héctor Iván dijo...

Genial!
Se me ocurre pensar en la primera etapa de Rilke, la más solemne, la más religiosa. O, desde la pespectiva más satírica, el poema que escriben Rimbaud y Verlain. Hay trinidades por doquier.
Un saludo.

Héctor Iván dijo...

Fe de erratas: Es Verlaine.

Anónimo dijo...

Si éste eres tú, yo aquí me quedo. Muchas gracias por la invitación, ha sido todo un placer leerte.

Un beso.

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Se me ocurre pensar en la primera etapa de Rilke, la más solemne, la más religiosa. O, desde la pespectiva más satírica, el poema que escriben Rimbaud y Verlain. Hay trinidades por doquier.